Siglos atrás, en lo que hoy es España, había reinos y provincias cuyas fronteras no eran siempre claras ni solían estar en calma. El reino más poderoso de la península era el de León, en cuya silla se sentaba Sancho Ordóñez, también conocido como Sango I “el gordo”.
El reino de Navarra competía en pompa y poderío con el de León, si bien, gracias a las uniones político sanguíneas, ambas cortes se miraban con aprecio y respeto. Castilla, el centro de la península, no era todavía un reino, se trataba de un condado que anualmente rendía vasallaje a Navarra.
Para aquellos antiguos reinos, Castilla eran tierras bajas y lejanas, eran frontera. Más al sur, ya no eran las cruces las que adornaban los techos de los edificios, sino los símbolos del moro los que señoreaban y ondeaban. Castilla no sólo era frontera que se movía con los siglos, era también el campo de la mayoría de las batallas, el lugar donde proliferaron los castillos y otras fortificaciones. Era una tierra dura, violenta.
En aquellos parajes nació Fernán González, quien de muy niño quedó huérfano y fue educado por un antiguo sirviente de su padre, el antiguo conde de Castilla. Fernán creció y se hizo hombre en mitad de aquella frontera guerrera. Cuando tuvo la edad suficiente, se presentó frente a los antiguos vasallos de su padre y fue nombrado conde de Castilla. No fueron necesarias muchas batallas para que la fama de Fernán comenzara a resonar por la península entera. Los castellanos comenzaron a quererlo y respetarlo.
Unos años después, sin mayores motivos que el expansionismo, Castilla fue atacada por Navarra, pero el ataque no llegó a buen término. Los navarros fueron vencidos por las armas y su rey, Sancho Abarca, fue muerto por la mano misma de Fernán González.
Al enterarse de lo ocurrido, el rey de León (cuñado del rey Navarro recién muerto) convocó a todos sus vasallos a la corte. El plan era atrapar a González y hacerle pagar por la muerte de Sancho. El día de la reunión, Fernán González apareció con un halcón azor en el brazo, montado en un corcel que levantaba envidias y con un buen número de hombres armados, tantos, que Abarca no pudo llevar a cabo su plan de traición.
Por ganar tiempo, Abarca propuso a González que se casara con la hija de Sancho I, doña Sancha. Las bodas tomaron fecha inmediata. Antes de dejarlo partir, el rey de León le insistió al conde castellano que le vendiera su azor y su caballo. Lo hizo con tal insistencia, que González, no pudiéndose negar tanto, ofreció un trato alevoso que se conocía como el tallarín doblado: cada día que pasara del plazo de un año, el precio del azor y el caballo se duplicaría. El trato se firmó frente a testigos. Abarca no pensaba cumplirlo, tenía sus planes.
El tiempo que tomó a los castellanos ir de León a Navarra fue el mismo que tomó a Abarca preparar, junto con su sobrino aspirante al trono de Navarra, una celada. Los castellanos fueron aprendidos y luego liberados, todos, menos Fernán González, que fue encerrado en la torre de un castillo.
De la torre jamás habría podido salir don Fernán, de no ser porque doña Sancha, enterada de la traición de su hermano y su tío, entró en el castillo, sobornó a los guardias y llevó a don Fernán a sus tierras. Los prófugos redoblaron los votos matrimoniales. La ceremonia se llevó a cabo en Burgos. Mientras los festejos seguían, la guerra entre castellanos, leoneses y navarros se intensificó. El ataque de los moros unificó a los cristianos pero no acabó con la guerra. Fernán González fue nuevamente traicionado y recluido a un calabozo, de donde escapó nuevamente con la ayuda de su esposa, doña Sancha, quien le llevó ropas de pordiosero.
Cuando el moro fue expulsado de Valencia y se hizo nuevamente la paz. Los reinos cristianos estaban exhaustos y bajaron las armas. Entonces se presentaron Fernán González y doña Sancha en León, a exigir al rey Abarca el pago del azor y el caballo. La suma era tan alta, que a los leoneses no les quedó más remedio que pagar con la libertad del condado. Así fue como castilla pasó a ser un reino más entre León, Navarra, Aragón y demás.
Eso mismo ocurre en este país, en el que todos los dominicanos nos veremos precisados a pagar con nuestra soberanía si los hombres y mujeres de buen Corazón y sana conciencia no nos alineamos en beneficio de la nación.
El autor es un aprendiz de la vida
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